LONDRES
1791
Me estoy ahogando.
Literalmente. Y doy mi
palabra de que no es agradable.
Dicen que cuando estás a
punto de morir ves tu vida pasar y que te quedas con los buenos momentos, pero
yo sólo recuerdo cómo he llegado hasta este límite. Comenzó cuando nací con una
marca de nacimiento que me llega desde la oreja hasta la barbilla del lado
izquierdo de mi cara, y eso quieras o no llama la atención.
La cosa empeoró cuando una
epidemia se llevó a mis padres y me quedé completamente sola a la edad de trece
años. Así que tuve que abandonar mi humilde casa porque ya no podía mantenerla
y me fui a vivir a la calle. No cuesta imaginar que fue duro. Muy duro. Al cabo
de unos años un hombre me vio y me ofreció trabajo como criada de su hogar, y
obviamente acepté. Para suerte la mía, ese hombre cuyo nombre no quiero
recordar me pegaba muchas veces, pero prefería los golpes antes que los
insultos. Las palabras duelen mucho más. Que soy una torpe, que con esa cara de
pordiosera no llegaré nunca a nada, que estaba marcada por el diablo o
exabruptos bastantes peores .Pero se me daba bien limpiar así que no me
despedían. Hasta que un día me escapé de la casa porque tardé en comprender que
yo no me merecía todo aquello aunque tuviera un techo dónde cobijarme...
La noche de mi fuga me vieron
y dejaron a los perros sueltos para pillarme y llevarme de vuelta. Casi lo
consiguieron. Me recuerdo huyendo y metiéndome en un lago para que dejaran de
perseguirme y después frío. Mucho frío. Y hasta ahí llego a mi situación
actual. Cierro los ojos, y para mi sorpresa no me muero, pero las fuerzas me
abandonaron hace ya mucho, por lo tanto dejo que mi cuerpo vaya a la deriva y
decide flotar hacia la superficie y llevarme a la orilla.
No sé si han pasado horas
o días pero en algún momento decido poner en marcha. Viajo sin rumbo fijo, con
escasa bebida y pocos alimentos pero he pasado por situaciones peores mientras
vivía en la calle. Finalmente veo una posada y decido parar allí para ver si
tienen sobras o una habitación que no esté ocupada. Al llamar a la puerta
observo que hay un cartel diciendo que hay un puesto vacante como camarera y al
comentárselo al dueño acepta. Pasan las semanas y voy recuperándome de todos
los golpes que he recibido sólo quedan las cicatrices, que de hecho me gustan
porque cada vez que las veo me digo que esa etapa de mi vida ya está superada.
Incluso he hecho unos
cuantos amigos, la señora Duncan que es la mujer del dueño de la posada y su
hijo de siete años Jackson. Son unas de las pocas personas que no me juzgan por
la marca que me cruza todo el lado izquierdo de mi cara y que me tratan bien.
Ya sé que los conozco de hace relativamente poco pero se han convertido en
personas muy importantes para mí.
Quién sabe, a lo mejor mi
historia tiene un final feliz.
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