jueves, 12 de mayo de 2016

GANADORA CONCURSO DE CARTAS DE AMOR: MARÍA MORALES

Maravilloso relato ganador del concurso de Cartas de Amor. ¡Enhorabuena, María!

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Para Harald, jefe de la tribu:
 Han pasado ya dos años desde mi partida, y aún puedo recordar con claridad tu cara de orgullo, una cara de orgullo que es imposible que pueda volver a ver jamás.
 Cuando me asignaste la misión de acudir al Bosque Prohibido, con el fin de atrapar a un hada y cortarle un ala a ésta, pensé ¿qué puede pasar? Estaba tan seguro de mí mismo que decidí ir sin escolta alguna, pues es lo que un verdadero príncipe vikingo haría.
 Nada más mi llegada al bosque, preparé una trampa, siguiendo tus instrucciones, y debo decir que fue la mejor trampa que jamás he preparado.
 Tras terminar de colocarla, marché a cazar, y me encontraba ya a más de mil millas cuando escuché el leve repiqueteo de la campana que había colocado en caso de que el hada cayese en la trampa más rápido de lo que pensaba.
 Sin dudarlo, saqué mi mejor cuchillo de la bolsa que colgaba en mi hombro, y salí corriendo, dispuesto a acabar con aquel ser, y volver a casa.
 Sin embargo, al llegar allí, no pude más que dejar caer mi cuchillo; frente a mí se encontraba una criatura de belleza inigualable, sus facciones, delicadas, parecían estar esculpidas en el más caro mármol, su cabello, entrelazado con miles de diminutas florecillas, podía ser fácilmente confundido con la más sedosa tela, y su mirada… Fue su mirada lo que me hizo caer arrodillado frente a ella.
 Desde ese momento, comencé a vivir por ella, pero a la vez también moría, por no tener la certeza de si alguna vez la volvería a ver.
 La busqué por todas partes, en los lagos, en las praderas, en el más escondido rincón de aquel oscuro bosque, sin embargo, fue ella la que se apareció ante mí aquella fría noche, para ofrecerme acompañarla en su viaje. Acepté sin dudar siquiera un segundo, extasiado por el dulce sonido de su voz.
 Mientras caminábamos, tuve el privilegio de ir conociéndola con más profundidad. Ella era Diana, diosa de los arbolados, la luna, caza y los animales salvajes. Caminamos durante semanas, meses alcanzaría a decir yo, pero en ningún momento me percaté de esto, pues me encontraba sumido en la más deleitosa felicidad por el simple de hecho de estar a su lado.
 Un día, llegamos, a lo que yo creí que sería nuestro destino; un enorme y hermoso árbol. Sin embargo, no era éste lo más impactante, el lugar se hallaba repleto de miles, millones de hadas que revoloteaban de un lugar a otro, realizando distintas tareas.
 En ese momento, Diana se giró hacia mí.
                    Astir, debo marchar. Un horrible suceso se avecina, este árbol no es un ser cualquiera, él es vida, pues sus frutos son el único alimento de las hadas. Sin embargo, un grupo de hijos de Adán lo han descubierto, y ahora se dirigen hacia aquí, y la vida de todas estas criaturas corre peligro. Para evitarlo, debo encontrar a la Madre de todas las hadas.
                    Lo comprendo, querida mía, te acompañaré hasta lo más profundo del lugar donde habite, no me importan los peligros. Saldremos al amanecer.
 Aquella noche, me sumí en un turbulento sueño repleto de pesadillas, y al alba, desperté sobresaltado. Al girarme, pude descubrir, horrorizado, que el lugar donde yacía mi amada, estaba vacío a excepción de una carta y un paquete envuelto en las más verdes hojas.
 La carta decía así:
 “Amado mío, eres lo más hermoso que me ha ocurrido en mucho tiempo, has conseguido llegar a mi corazón y volver hacerlo funcionar, un corazón que llevaba siglos dormido. Siempre te estaré agradecida por esto. Con mi más sincero pésame, debo marchar, no podía permitir que me acompañases en este último viaje, pues me enfrentaré a criaturas, que, con sólo mirarte, podrían acabar con tu vida. Jamás me perdonaría que te ocurriese algo. Vuelve a casa, príncipe de los vikingos. Siempre tuya”
 Tras leer esto, abrí el paquete que se encontraba a su lado, éste contenía un objeto alargado, de una belleza singular, que brillaba por sí solo. Un ala de hada. Su ala.
 Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que aquella fue la vez que más lloré en toda mi vida; estaba sumido en una tristeza tan profunda, que no me dejaba respirar. Fue en ese momento, que decidí que me quedaría allí, para siempre si hacía falta, esperándola. Decidí que daría mi vida luchando por aquello que tanto importaba a mi amada Diana.

 Por eso te pido, padre, que ceses tu matanza, pues recuerda, cada vez que mates a un hada, me estarás matando también a mí.

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